¿Qué es la Autonomía Universitaria?
Antes de tratar resolver el tema en cuestión, es necesario partir de la definición genérica que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DLE) al concepto de autonomía. Señala que es la “Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie”; entonces, queda claro que la autonomía no es igual a independencia absoluta porque solo se ejerce esta prerrogativa en algunos casos.
El DLE otorga una definición más específica cuando se trata de entidades públicas como las universidades; indica al respecto que la autonomía es la “Potestad que, dentro de un Estado, tienen municipios, provincias, regiones u otras entidades para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios”.
Ahora bien, como se sabe, la Autonomía Universitaria en Bolivia está vigente desde el 25 de julio de 1930, fue incorporada en el Estatuto de Educación Pública por la Junta Militar de Gobierno; luego, como resultado del Referéndum de 1931, se introduce en la Constitución Política del Estado, como parte de la reforma constitucional de ese año.
El texto primigenio expresa que las universidades se regirán por sus consejos universitarios, además se le confiere el derecho de elegir a su rector y otras autoridades superiores, a través de la representación de profesores y estudiantes. De igual forma, otorga el derecho de aprobar sus estatutos, conferir grados académicos, elegir a sus profesores, elaborar y administrar sus presupuestos.
Bajo ese marco legal, en 1937 entra en vigencia el primer Estatuto General de la Universidad, aprobado por el Consejo Universitario. En 1936, el gobierno de David Toro aprueba la Autonomía Económica de las universidades y en 1938, la reforma constitucional no solo reconoce la autonomía universitaria, también sienta las bases específicas en relación a derechos y competencias de la universidad en su relación con el Estado.
Artículo 159°.- Las Universidades públicas son autónomas e iguales en jerarquía. La autonomía consiste en la libre administración de sus recursos, el nombramiento de sus Rectores, personal docente y administrativo, la facción de sus estatutos y planes de estudio, la aprobación de sus presupuestos anuales, la aceptación de legados y donaciones, la celebración de contratos y obligaciones para realizar sus fines y sostener y perfeccionar sus institutos y facultades. Podrán negociar empréstitos con garantía de sus bienes y recursos, previa aprobación legislativa.
Artículo 161°.- Las Universidades públicas serán obligatoriamente subvencionadas por el fisco con fondos nacionales, independientemente de sus recursos departamentales, municipales y propios, creados o por crearse.
Como se aprecia, el tenor de este artículo no ha sido modificado en el fondo por las sucesivas reformas constitucionales. La Constitución vigente, promulgada el 2010, ratifica una vez más la Autonomía Universitaria sin incorporar nuevos elementos que podrían haber marcado la diferencia en cuanto al rol de las universidades en el Estado Plurinacional.
Artículo 92.
Las universidades públicas son autónomas e iguales en jerarquía. La autonomía consiste en la libre administración de sus recursos; el nombramiento de sus autoridades, su personal docente y administrativo; la elaboración y aprobación de sus estatutos, planes de estudio y presupuestos anuales; y la aceptación de legados y donaciones, así como la celebración de contratos, para realizar sus fines y sostener y perfeccionar sus institutos y facultades. Las universidades públicas podrán negociar empréstitos con garantía de sus bienes y recursos, previa aprobación legislativa.
Al no existir dudas sobre las delimitaciones formales que otorga el Estado a las universidades públicas, respecto al ejercicio de su autonomía, cabe preguntar ahora ¿cuál el fin de la autonomía?; en otros términos, ¿para qué sirve la autonomía universitaria? o ¿cómo se beneficia el país con la autonomía universitaria?
Para intentar destrabar estas preguntas urgentes que, a veces, se las esquiva, es necesario voltear la mirada al pasado, no para entronizar los hechos con ojos de nostalgia; más bien, para encontrar respuestas y soltar el nudo que permita descubrir -como quien halla un tesoro escondido- el sentido de la autonomía por la que lucharon los estudiantes y profesores entre 1918 y 1930.
Antes, es preciso poner en contexto que hasta 1906 las universidades guardaban una doble dependencia; por un lado, con la iglesia católica y por el otro, con el Estado. Hasta entonces, el clericalismo había ejercido una influencia gravitante en los destinos de la universidad, esto se expresaba en la orientación pedagógica y didáctica; también, de algún modo, en la relación institucional con las políticas públicas, con las corrientes políticas y culturales de la época; en suma, la iglesia fue el motor ideológico que condicionaba el pensamiento universitario.
En cuanto a la dependencia con el Estado, hasta 1930 las universidades eran centros educativos abandonados por el gobierno, sin prepuestos ni proyección de crecimiento. El presidente de la república, a través del Ministerio de Instrucción Pública (Hoy ministerio de Educación) nombraba al rector, a los profesores, al personal de servicio, aprobaba sus reglamentos y definía sus presupuestos; en el plano académico, el gobierno elaboraba los planes de estudio. Con mayores o menores matices, esta realidad fue similar en todos los países de la región.
El positivismo y las ideas liberales que cunden en América Latina desde las últimas décadas del siglo XIX, logran insertarse en algunos círculos estudiantiles, desde donde se interpela a la educación universitaria al observar la profunda contradicción entre la esencia universitaria y la religión; toda vez que la Universidad (en sentido general) apela a la universalidad del conocimiento, con esto, se dice que las universidades deben acoger las ideas heterogéneas para conocer la verdad de los fenómenos físicos, químicos y sociales; en definitiva, no es Dios quien posee la verdad, más bien, es el método científico que conduce a la verdad bajo las leyes de la dialéctica (afirmación y negación).
En ese contexto, los estudiantes de Córdoba (Argentina) en 1918 aprueban el Manifiesto Liminar que plantea la autonomía universitaria como requisito ineludible para hacer ciencia; o sea, se plantea que si se quiere avanzar en materia científica, las universidades deben ser autónomas del Estado y la religión; de esa forma, construir el pensamiento crítico bajo la premisa de la libertad de expresión.
Estas ideas ingresan a Bolivia desde la década del 20 del siglo pasado, pero son asumidas e interpretadas a la luz del contexto sociopólitico nacional, ahí intervienen actores como José Antonio Arce que, junto con estudiantes de Cochabamba, Sucre y La Paz, decide convocar a la Convención Nacional de Estudiantes de Bolivia en 1928, en Cochabamba.
A su conclusión, se aprueba el Estatuto de la Federación Universitaria Boliviana (FUB) que marca el derrotero por donde debe transitar la lucha por la autonomía universitaria, el documento no hace hincapié sobre las formalidades operativas de la autonomía; más bien, se plantea, a la luz del marxismo, para qué debe servir la autonomía universitaria.
El cónclave estudiantil aprueba la declaración de principios donde se afirma que las universidades tienen que tener la capacidad -al igual que las comunas- de recaudar sus propios recursos económicos para reorganizar y contratar a su personal libre de la influencia partidista. Por otro lado, se plantea que los consejos universitarios, integrados por profesores y estudiantes, elijan al rector y fijen sus presupuestos. Se lanzan nuevos conceptos, tales como la cátedra libre, la asistencia libre, el trabajo de laboratorios y bibliotecas, como pilares del ejercicio autonómico.
Hay consenso entre los estudios que tratan la autonomía universitaria, al afirmar que la idea de autonomía universitaria es un constructo que se gesta desde 1972, con la ley de Educación libre, promulgada por el presidente Tomás Frías, con ella se pretendía separar la educación universitaria de las influencias del poder estatal. Valentín Abecia (1906) también platea la autonomía para garantizar que la educación no transite al ritmo de los cambios políticos. Con todo, el primer intento que propone de manera específica la autonomía de las universidades, fue expresado en el proyecto de Autonomía Universitaria presentado por el rector la Universidad de San Francisco Xavier en 1927, Renato Riverín; este documento fue elaborado por docentes de la institución, entre ellos, Jaime Mendoza, Vicente Donoso Torres, Adolfo Vilar, Juan Francisco Prudencio, Fernando Ortiz Pacheco, Armando Solares, Genaro Villa Echazú, Alberto Zelada, Guillermo Francovich, Rafael Gómez Reyes y Francisco Lazcano.
A tiempo de explicar las motivaciones del proyecto, Riverín enfatiza sobre la dramática realidad de la educación universitaria. “La institución no hace ciencia, nada se analiza ni se comprueba, lo que único que triunfa es el verbalismo (…) la universidad ha venido a ser un trámite molesto e inútil, pero necesario para la vida profesional, pero sin más que una ligera relación con el saber”. (1927).
Luego de esta breve explicación, vuelve a saltar la pregunta ¿para qué sirve la autonomía universitaria? Para pensar en libertad, sin moldes dogmáticos ni prejuicios políticos que condicionen el desarrollo del conocimiento científico, cuya relevancia -según los estudiantes de la FUB- descansa en su transferencia al Estado para mejorar las condiciones de vida la población
Desde la mirada de los que concibieron la autonomía entre 1927 y 1929, el Estatuto de la Educación Pública representó un retroceso porque despoja a la autonomía de su contenido filosófico e ideológico. Para los estudiantes en esos años, la autonomía no significaba un fin en sí mismo; por el contrario, se la comprendía como parte de la reforma educativa, un instrumento que debía conducir a la transformación social.
Al respecto, Domingo Cecilio Salazar, docente universitario en 1930, pensaba que la autonomía universitaria perderá su esencia si solo se la plantea como el traslado de la política al campo educacional “El fetichismo personalista y de doctrinas, así como la disputa de prebendas y granjerías del poder. La verdadera autonomía universitaria radica en (…) la independencia de juicio y libertad de criterio, situados en el plano interpersonal.
JCV