Es común que en los colegios, universidades, fuentes laborales u otros espacios religiosos, deportivos, políticos o delincuenciales se identifique a las personas -a manera de rótulo- por sus particularidades de comportamiento; o sea, por cómo se relacionan con el entorno. Es común entonces, que ciertos rasgos de conducta como la timidez o la extroversión se los convierta en adjetivos calificativos. Este juicio a priori es aceptado por la sociedad en tanto no distorsione la comunión social.
Sin embargo, si esas conductas rebasan la paciencia y la tolerancia social pues saltan las miradas de los padres de familia, los profesores y psicólogos, “No es posible que un niño así, comparta con mi hijo… debe estar enfermo”, suelen quejarse las compungidas madres; entonces, a manera de remedio, el profesor saca de la chaqueta la etiqueta y la pone sobre la frente de los niños, así como la letra escarlata, “niño con autismo”, “niño con TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad ”, por nombrar algunos rótulos. Antes de seguir, es necesario aclarar que en ambos casos es incorrecto decir personas con autismo o TDAH, porque se trata de condiciones de vida; es decir, se trata de identidades alusivas al ser; por tanto, lo correcto es decir SON AUTISTAS, SON TDAH.
Dicho esto, sigamos. La educación inclusiva en Bolivia solo es un cliché porque la sociedad en general es el escenario donde se materializan –a diario- prácticas excluyentes y discriminatorias, la escuela solo reproduce esos valores al etiquetar a quienes no caminan al ritmo del estereotipo; en otras palabras, la sociedad excluye y sanciona a quienes viven a la inversa de la esfera capacitista, productivista y normalizante.
Sobre este tema se refirió la psicóloga chuquisaqueña Rosario Asebey, quien radica en México hace más de 40 años. Aprovechando su presencia en Sucre, por motivos académicos, le consultamos sobre este tema. De un principio le extraña que los niños sean diagnosticados sobre la base de ciertos rasgos que manifiesta su conducta, peor aún si el que lo hace no es un especialista en el tema; o sea, Rosario asegura que el profesor o cuidador de niños no está en la escuela para diagnosticar, sino únicamente para educar.
“Hay que considerar que todos los niños hasta los siete años, aproximadamente, están en proceso de formación, lo cual impide definir sus estructuras”, afirma.
El problema no concluye ahí, Asebey manifiesta su sorpresa al saber que en algunos colegios de Sucre se pide el diagnóstico clínico de algunos niños, con el que supuestamente se podría clarificar el porqué de sus dificultades o discapacidades. “En mi opinión esta exigencia representa un delito porque la esencia de todo centro educativo es su condición de inclusividad, por lo que salta la pregunta ¿Para qué quiere esa escuela el diagnóstico de los niños? ¿Qué hará con eso? Hay que recordar que el maestro está dedicado a la educación y no a la clínica”, apunta la profesional.
Por su experiencia en este campo, la profesional recomienda valorar el contexto social y familiar que rodea al niño, como requisito previo al diagnóstico; por ejemplo, dijo, si una familia vive en un estrés permanente, el hijo puede estar paralizado, enojado, molesto, pero esas particularidades no necesariamente pueden llevar a suponer que ese niño o niña es TDAH, autista o lo que fuere.
“En muchos casos yo pregunto ¿cómo fue ese embarazo? porque eso es lo que tenemos que hacer, ya que nuestra función como psicólogos es escuchar e investigar. Cada caso es una investigación y ninguno se parece al otro, esto porque el sujeto es único; entonces, no podemos esquematizar sin concluir una investigación sobre el caso en particular”, explica Asebey al dejar en claro que el autismo, el TDAH, entre otros trastornos del Neurodesarrollo, no son patologías, más bien se refieren a condiciones de vida, por lo tanto son personas que forman parte del gran espectro difuminado en la humanidad.
Entretanto conversaba con Rosario, llegaron a mi mente imágenes añejas de la vida colegial; de repente, sonaron palabras y estallaron gritos disonantes, aquellas que creí haberlas archivado. En mi escuela los nombres verdaderos no existían o estaban olvidados, si eras aplicado en los estudios te llamaban por el apellido (como en el cuartel), si sobresalía tu condición corporal, eras el “gordo o el flaco”; en cambio, si el fenotipo marcaba la diferencia, entonces eras el “negro, el indio, la imilla o el choco…”, si eras travieso, tu adjetivo era “el loco”, pero si más bien te mantenías en silencio cuando todos hablaban y preferías los espacios solitarios para caminar o simplemente descansar, eras el raro, el estúpido.
La sociedad se organiza así y se define en relación a las etiquetas que produce, ellas están por todos lados, son las que invisibilizan y construyen fronteras.
JCV